Discapacidad intelectual ¿Enfermedad mental?

La discapacidad intelectual no es una enfermedad en sí misma. Se trata de una agrupación de enfermedades y/o síndromes que tienen en común la limitación intelectual a un nivel que impide el funcionamiento normal del sujeto en su entorno familiar, social y/o laboral.

Esta primera aproximación, aunque no agota la cuestión, nos da una primera pista: la discapacidad intelectual no puede reducirse a su componente orgánico, y muchas veces lo médico encuentra su límite en ella, dado que se trata de un conglomerado de situaciones con efectos, fundamentalmente, en el desenvolvimiento social, relacional. Pero esto no quiere decir que la persona con discapacidad intelectual estará invariable e inevitablemente incapacitada para desenvolverse en sociedad, tener amigos, salir de paseo, amar, ser amado, trabajar o cuidar de sí mismo: puede ocurrir, más bien, que su desenvolvimiento sea diferente al de la media (por otra parte, hay casos más que particulares e inexplicables dentro de esa supuesta media), que resolver algunas situaciones le cueste más que al resto, y en muchos casos no más que eso. Destacar esto es fundamental, para no confundirnos: muchas veces se relaciona errónea y directamente a la discapacidad intelectual – por ejemplo, Síndrome de Down – con la locura, el peligro, la estupidez, la incapacidad total para vivir en sociedad o para cuidar de sí mismo, y no siempre es necesariamente así. Además, para ser loco, peligroso, estúpido o no poder convivir mínimamente junto a otros no hace falta tener algún tipo de discapacidad. Sobran los ejemplos. Entonces: puede haber un síndrome en términos médicos (por ejemplo, trisomía 21, que da lugar al Síndrome de Down), pero esto no quiere decir que existirá necesariamente un trastorno mental profundo, como por ejemplo psicosis graves o trastornos del espectro autista. Pero cuidado: esta perspectiva tampoco quiere decir que no los habrá. Ya vamos a ello.

Cuando, en salud, hablamos de discapacidad intelectual, nos encontramos con una serie de indicadores (CI menor a 70, déficit de la capacidad adaptativa, inicio anterior a los 18 años de edad) que, si bien describen de manera más o menos adecuada el cuadro que podríamos llamar clínico, nada nos dicen de lo singular de ese individuo, de lo que a él y nadie más que él le ocurre en su mundo más íntimo. Mi experiencia en este campo me ha llevado a hacerme muchas preguntas en este sentido, preguntas que el paso del tiempo ha tendido a multiplicar, mientras que las respuestas me han sido cada vez más esquivas: ¿qué determina que un sujeto resuelva de manera más o menos adaptativa una determinada situación social? ¿por qué sujetos afectados del mismo síndrome presentan muchas veces capacidades sociales y/o intelectuales cualitativamente distintas, desde completamente adaptativas o totalmente “normales”, hasta otras, en el extremo opuesto, completamente bizarras?

Decía Freud que estar mentalmente sano es conservar intactas las capacidades de amar y trabajar, es decir, ser capaces de volcar nuestra energía, nuestros afectos, hacia los otros y de producir en el mundo real, por fuera de la fantasía. En este sentido, podemos afirmar que aun afectada por algún tipo de discapacidad intelectual, una persona puede ser psíquicamente sana. Y también lo contrario. Para la Asociación Americana el Retraso Mental (AAMR), la debilidad mental no es un trastorno médico, aunque esté codificado en la clasificación médica de las enfermedades (CIE-10). Tampoco es un trastorno mental, aunque haya sido incluido en la clasificación de los trastornos mentales (DSM-IV). En esta misma vertiente, desde una perspectiva psicoanalítica, podemos pensar la discapacidad intelectual como superposición de factores biológicos y relacionales, afectivos. Ni una cosa ni la otra: las dos cosas a la vez. La discapacidad intelectual se da en un espacio intermedio, de intrincamiento entre lo afectivo y lo orgánico, y esto es importante: hablar de intrincamiento entre lo afectivo y lo orgánico implica que, aunque se trate de registros diferentes, deben ser tratados simultáneamente, dado que la intervención sobre uno tendrá efectos sobre el otro. Tratar a una persona con Síndrome de Down, por ejemplo, como si fuese autista o psicótico por el mero hecho de estar afectado de un retraso mental, es confundir las cosas, fijar una etiqueta, oscurecer toda posibilidad de avance: el síndrome de ninguna manera implica un trastorno psiquiátrico. Debilidad mental o no mediante, siempre es fundamental preguntarse: ¿Dónde empezó algo a andar mal? Desde nuestro lugar, se trata operar sobre el trastorno orgánico psicoanalíticamente, es decir, explorando las secuelas afectivas del trastorno. Los síntomas son indicadores de la estructura subjetiva, de cómo se armó tempranamente ese psiquismo, y este tipo de abordaje vale para cualquier sujeto porque, en definitiva, la forma en que un el psiquismo se organiza no depende del cuerpo orgánico en sí mismo, sino que se relaciona más bien con cómo es simbolizado ese organismo, cómo es jugado, cuidado, acariciado, ungido de amor, hablado por aquellos adultos que están allí desde que nacemos, de los quienes al principio dependemos. Los síntomas nos hablan siempre de esta historia, la del sujeto.

"ser mentalmente sano es conservar las capacidades de amar y trabajar"

Existen entre el bebé y su madre una serie de señales, de idas y vueltas, un juego en el cual ese pequeño manojo de órganos, sensaciones, estímulos “sueltos” y caóticos se va organizando y unificando (o no) hasta formar una imagen inconsciente de lo que llamamos un “cuerpo”, junto al que, paralelamente, comienza a armarse un sujeto: un individuo singular, único, inigualable, hecho exclusivamente de experiencias. Cuando decimos “Juancito es gracioso” o “Juancito es aburrido”, estamos hablando de ese sujeto, no de su cuerpo. Decir que tal persona “es” nos pone en el terreno del Ser, de lo subjetivo, el mundo afectivo más íntimo. Y esto, el Ser, es distinto del cuerpo biológico por la misma razón que, como humanos, no nos guiamos por nuestro instinto animal primitivo: porque desde muy temprano estamos inmersos en el lenguaje, bañados de las palabras y gestos de nuestros padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, vecinos, palabras que le dan significado a nuestros actos y necesidades, que le ponen nombre a los objetos que nos rodean, que nos nombran, nos fortalecen, nos debilitan: nos dicen quiénes somos, qué somos capaces de hacer, qué no. En términos de Bowlby, podemos decir que cualquier encargado de los primeros cuidados que, en el mejor de los casos, sea sensible a las señales emitidas por el bebé, a sus necesidades, responderá a ellas de manera eficaz, favoreciendo la interacción positiva entre ambos y logrando configurar un apego más seguro. En el caso del niño con retraso mental, que debido a su déficit emite señales poco claras o imperceptibles, siempre existirá un mayor riesgo de presentar problemas de comunicación con su madre. Si esta no recibe o malinterpreta las señales de su hijo la interacción ya nace deteriorada. Si esta es cuestión central para la vinculación entre madres e hijos sin discapacidad, es importante entender que cuando hablamos de discapacidad intelectual, tanto la emisión como la recepción de señales por parte del niño tardarán más y serán más trabajosas, lo que puede generar que la madre lo interprete como rechazo y, entrando en un círculo vicioso, disminuya las señales hacia él. Como psicoanalistas, operamos en ese lugar en el que la estructura subjetiva se armó de manera deficiente ¿Cómo hacemos? Intentando descifrar, fundamentalmente mediante el juego, el dibujo, el lenguaje – si no lo hay, mediante cualquier tipo de comunicación posible - el punto en dónde algo empezó a andar mal y, desde allí, empezamos de nuevo.

Dadas dos personas con el mismo diagnóstico de discapacidad intelectual, una puede estar psíquicamente sana, mientras que la otra puede haber transitado un camino más difícil con consecuencias devastadoras a nivel subjetiva ¿Qué pudo haber fallado en el camino? El psicopedagogo español con Síndrome de Down, Pablo Pineda, nos da la clave:
"Díganle a los padres que vean que tienen delante un niño precioso, que tienen un mundo por descubrir fascinante, que pueden pasar por experiencias increíbles, que no lo cuiden, que lo eduquen, que confíen en ellos mismos, en su propia habilidad de padres, en su propia intuición de padres. Y siempre con una máxima: hacer que su hijo sea feliz."