Si pensamos la época en que Freud inventó el psicoanálisis, en las patologías con
las cuales se topó y que fueron la base de sus desarrollos, e intentamos pensar
desde esos parámetros la actualidad en la que vivimos, nos encontramos de
manera casi evidente e inmediata con que hoy en día la clínica freudiana puede
ser aplicable, en la mayoría de los casos, sólo en la medida en que se tenga en
cuenta la necesidad de imprimirle más de una modificación técnica. Lo cual no
quiere decir efectuar cambios en los conceptos psicoanalíticos más profundos,
aquellos que sostienen esta praxis.
En efecto, las conceptualizaciones freudianas del deseo, la angustia, el síntoma, el conflicto, se encuentran a la orden del día.
Algo más: toda gran invención o descubrimiento suele derivar en nuevas perspectivas y aplicaciones en la sociedad de la época, maneras de ver, pensar y hacer que suelen perpetuarse aunque, por lo general, terminen por convertirse, por medio del discurso cotidiano, coloquial, en herramientas o conceptos operativos, sacados de contexto, aplicados en terrenos muchas veces completamente ajenos, si no del todo contrapuestos al de su surgimiento. Para ejemplificarlo brevemente: es cotidiano, lo vemos día a día, que ante la comisión de un acto fallido, hasta el espíritu más técnico y preciso sugiera que detrás de eso se esconde algún significado misterioso. Existen también los más audaces, los que arriesgan, e inclusive sancionan la obviedad del sentido de lo ocurrido. Nada más lejano al psicoanálisis, aunque tampoco sea raro encontrar este tipo de conductas, escuchar este tipo de sanciones de la boca (o del puño y letra) de profesionales largamente formados en la técnica analítica y en sus fundamentos. Pero lo importante a destacar es lo siguiente: con la aparición del psicoanálisis aplicado a determinado padecimiento, a partir del descubrimiento y blanqueo de sus mecanismos y del acceso a sus sentidos más hondos, es el padecimiento el que muta, tomando nuevas formas cada vez más difíciles de captar, a la manera del animal que se adapta a las nuevas condiciones del ecosistema evolucionado en sus modos de mimetismo.
Pero otros factores influyen también en esta transformación. Somos testigos en las últimas dos décadas del no sólo impresionante- en tanto calidad y rendimiento- sino del rápido, rapidísimo avance de la tecnología: súper computadoras que poco a poco van convirtiendo al animal humano en herramienta para su mantenimiento (las que todavía no se mantienen por sí solas), el incremento de las redes informáticas y sociales, las novísimas tecnologías en comunicación (celulares que son también cine, radio, televisión, GPS y reproductores de música; las tecnologías utilizadas en los medios masivos de comunicación, los chats); todos avances que- y no es la intención de este trabajo poner en cuestión su utilidad-, todos avances que cooperan en la modificación y hasta en el surgimiento de nuevos tipos de padecer, nuevos modos de presentación y elaboración del goce; modos que desde nuestra disciplina no podríamos caracterizar más que como autoeróticos, en tanto aíslan los cuerpos en un espacio virtual que virtualiza en consecuencia toda posibilidad de existencia del otro, y por tanto de lazo social con este, generando un goce que, atrapado en el terreno imaginario, se sustrae de toda mediación simbólica. Adormecimiento del deseo que no es sin consecuencias. En este contexto el fenómeno del consumo viene a ocupar un lugar privilegiado.
En efecto, las conceptualizaciones freudianas del deseo, la angustia, el síntoma, el conflicto, se encuentran a la orden del día.
Algo más: toda gran invención o descubrimiento suele derivar en nuevas perspectivas y aplicaciones en la sociedad de la época, maneras de ver, pensar y hacer que suelen perpetuarse aunque, por lo general, terminen por convertirse, por medio del discurso cotidiano, coloquial, en herramientas o conceptos operativos, sacados de contexto, aplicados en terrenos muchas veces completamente ajenos, si no del todo contrapuestos al de su surgimiento. Para ejemplificarlo brevemente: es cotidiano, lo vemos día a día, que ante la comisión de un acto fallido, hasta el espíritu más técnico y preciso sugiera que detrás de eso se esconde algún significado misterioso. Existen también los más audaces, los que arriesgan, e inclusive sancionan la obviedad del sentido de lo ocurrido. Nada más lejano al psicoanálisis, aunque tampoco sea raro encontrar este tipo de conductas, escuchar este tipo de sanciones de la boca (o del puño y letra) de profesionales largamente formados en la técnica analítica y en sus fundamentos. Pero lo importante a destacar es lo siguiente: con la aparición del psicoanálisis aplicado a determinado padecimiento, a partir del descubrimiento y blanqueo de sus mecanismos y del acceso a sus sentidos más hondos, es el padecimiento el que muta, tomando nuevas formas cada vez más difíciles de captar, a la manera del animal que se adapta a las nuevas condiciones del ecosistema evolucionado en sus modos de mimetismo.
Pero otros factores influyen también en esta transformación. Somos testigos en las últimas dos décadas del no sólo impresionante- en tanto calidad y rendimiento- sino del rápido, rapidísimo avance de la tecnología: súper computadoras que poco a poco van convirtiendo al animal humano en herramienta para su mantenimiento (las que todavía no se mantienen por sí solas), el incremento de las redes informáticas y sociales, las novísimas tecnologías en comunicación (celulares que son también cine, radio, televisión, GPS y reproductores de música; las tecnologías utilizadas en los medios masivos de comunicación, los chats); todos avances que- y no es la intención de este trabajo poner en cuestión su utilidad-, todos avances que cooperan en la modificación y hasta en el surgimiento de nuevos tipos de padecer, nuevos modos de presentación y elaboración del goce; modos que desde nuestra disciplina no podríamos caracterizar más que como autoeróticos, en tanto aíslan los cuerpos en un espacio virtual que virtualiza en consecuencia toda posibilidad de existencia del otro, y por tanto de lazo social con este, generando un goce que, atrapado en el terreno imaginario, se sustrae de toda mediación simbólica. Adormecimiento del deseo que no es sin consecuencias. En este contexto el fenómeno del consumo viene a ocupar un lugar privilegiado.
En Pensar sin Estado, Ignacio Lewkowicz señala
la sutil- en realidad no tan sutil, y por cierto alarmante- modificación que
sufre a partir de la última asamblea constituyente (la del 94’) el ideal del Estado Nación y la consecuente mutación de su,
digamos, soporte subjetivo: el ciudadano. Curiosamente, en varios pasajes del nuevo texto prínceps de los argentinos, la
categoría de ciudadano ha sido
reemplazado por la de consumidor.
Nuevo soporte subjetivo que crea a la
vez una nueva estructura que soportar, y que el autor refiere con la figura de
un Estado técnico-administrativo. Se
trata de una nueva configuración en la que prima la táctica a corto plazo, la
inmediatez, la ausencia de políticas y planeamientos estratégicos con miras a
futuro, contrariamente al crecimiento progresivo y lento, pero sólido y que
contaba con la garantía y apoyo del antiguo Estado Nación. Lo que comienza a subir a primer plano es el logro de
grandes éxitos en el menor tiempo posible y con la utilización de la menor
cantidad de recursos, la famosa lógica
mercantil. En un contexto tal, el único movimiento
posible, la más mínima circulación podrá darse sólo en tanto y en cuanto
alguien se apropie de lo producido, aportando así los recursos para nuevas
producciones, dando lugar a un proceso circular en el que el alguien que dará consistencia a la nueva estructura será el consumidor. Intentemos pensar qué
consecuencias puede tener tal configuración en la disciplina que nos compete: el
psicoanálisis.
¿Qué
ocurre cuando el deseo se adormece? ¿Cuándo la más variada cantidad y calidad
de objetos vienen a colmar la necesidad, al punto de obturar ese agujero en
el cual nace el deseo y el movimiento? Hablé de tecnologías que aíslan los
cuerpos, pero también, a partir de la oferta de un goce autoerótico sin
esfuerzo, sin los rodeos que implica el acercamiento al otro ese goce,
contingente en un principio, se transforma luego en necesario, como el marketing pregona: se trata de inventar
una necesidad. En efecto, los objetos son presentados con una estrategia tal
que, sorpresivamente y como por arte de magia, pasan a ser imprescindibles. El
deseo se ha degradado en necesidad. El objeto del deseo es ahora mero
objeto de la necesidad, como si este objeto pudiese dar respuesta al gran signo
de pregunta del deseo humano. Hablamos del consumo, y más exactamente del
consumismo, paradigma de nuestra época actual. Haciendo honor a su tendencia a
la mutación, las patologías también se han adaptado a la actualidad: hoy hablamos de patologías del consumo: toxicomanías,
tabaquismo, alcoholismo, bulimia, anorexia, etc.
¿Cuál es, entonces, el camino? Todas estas patologías se encuentran emparentadas con una forma de gozar que evita todo rodeo en el abordaje al otro, siendo configuraciones tan sólidas que inclusive en caso de tratarse de estructuraciones neuróticas pueden de todos modos durar años inconmovibles, sin señal alguna de implicación del sujeto en su padecer. ¿La moraleja? Una vez más, el llamado a la prudencia, la escucha atenta y, sobre todo, ese bien tan degradado desde que dejamos de ser ciudadanos para ser ni más ni menos que orgullosos consumidores: paciencia.
Ya con
Freud aprendimos que el deseo se
funda sólo en tanto y en cuanto exista un hueco, una falta simbólica (ya que en
realidad nada falta) que toma forma a
partir de la primera vivencia de satisfacción – la primera
vez que el bebé toma la teta -, aquella
que el sujeto revivirá de manera alucinatoria, e intentará recuperar a lo largo
de toda su vida sin lograrlo, en tanto que como primera se convierte en única e irrepetible. Más tarde Lacan nos
enseña que en realidad lo que Freud señaló es: que es en la diferencia entre la
demanda y la satisfacción de esa demanda donde se alojará el deseo. Y en tanto que lo que se obtiene
mediante la satisfacción de la demanda, nunca la colma, aunque desborde a la
necesidad, la demanda será en
realidad siempre demanda de algo más: la demanda es siempre demanda de amor. Se podría decir
entonces que en estas coordenadas el deseo
será lo que nos mantendrá ocupados, vivos, siempre en busca de algo más: al fin y al cabo, el ser humano lo único que
puede hacer es desear. Efectivamente, en el mejor de los casos, uno se hace
de un compañero/a y pasado algún tiempo quiere formalizar, y se ponen de novios.
Esto dura un tiempo, hasta que se quieren casar, y una vez casados, quizás
quieran tener hijos, o también montar una empresa familiar. Crecidos sus hijos,
la ya anciana pareja querrá disfrutar de una vejez tranquila en la cual puedan,
juntos, dar de comer a las palomas en la plaza del barrio. Digamos que a fin de
cuentas, al sujeto el deseo siempre se le está escurriendo, y es esto lo que lo
mantiene vivo, en el amplio sentido de la palabra.
Si en
la época freudiana ubicamos una realidad que resuena en torno a la estructura neurótica, en la actualidad la
resonancia la encontraremos más cercana a la estructuración psicótica, sin
olvidar que las patologías del consumo pueden existir en cualquiera de las
estructuraciones subjetivas delineadas finalmente por Lacan (perversiones,
neurosis o psicosis); y dadas las características de estas patologías del consumo (que se apoyan esencialmente en lo
desarrollado más arriba acerca del deseo y la degradación de su objeto a objeto
de la necesidad, así como con el puro goce sin mediación simbólica y con la
inexistencia de un ideal que guíe el deseo, sacándolo de la compulsión a lo
inmediato), se torna especialmente complicado el diagnóstico, siendo modos de
presentación del sujeto particularmente sólidas, como drogadicto, alcohólico, bulímica, etc. Tampoco podemos olvidar
aquella opción terapéutica que ofrece
al sujeto el engañoso prefijo ‘ex’: ex drogadicto, ex alcohólico, que ofrece
una salida aparente sin costo subjetivo alguno.
¿Cuál es, entonces, el camino? Todas estas patologías se encuentran emparentadas con una forma de gozar que evita todo rodeo en el abordaje al otro, siendo configuraciones tan sólidas que inclusive en caso de tratarse de estructuraciones neuróticas pueden de todos modos durar años inconmovibles, sin señal alguna de implicación del sujeto en su padecer. ¿La moraleja? Una vez más, el llamado a la prudencia, la escucha atenta y, sobre todo, ese bien tan degradado desde que dejamos de ser ciudadanos para ser ni más ni menos que orgullosos consumidores: paciencia.