Quizás la cualidad más peligrosa de lo
cotidiano sea la facilidad con que se transforma en habitual. El hábito, como
tal, se presenta como una suerte de suspensión – ¿o un vaciamiento? - de
sentido: es automático, está a la mano, no hace pregunta, se sirve de supuestas
obviedades y, quizás por ello, constituya la respuesta más perfecta, rápida y
eficaz.
Sin embargo, la idea de cotidianeidad
se encuentra bien lejos del reduccionismo de lo habitual. En lo cotidiano,
infinidad de situaciones se nos presentan ávidas de cuestionarnos y ser cuestionadas,
quebrar nuestras certezas, demoler nuestros edificios de fe. Así, mientras que
estamos habituados, por ejemplo, a dar por hecho que vivimos en una sociedad inclusiva
– si así nos lo decimos, pues, magia: así debe ser – que nos hincha el pecho de
solidario progresismo, el sano ejercicio de levantar la mirada hacia nuestro
día a día nos presentaría la agria imagen de un entramado social muchas veces indiferente
o, peor aún, activamente reacio hacia cualquier forma de lo diferente.
En este mismo sentido usamos las
palabras. Vocablos como “infancia”, “educación”, “minorías”, “discapacidad”,
“normalidad”, “anormalidad”, etc., se tornan expresiones raramente indagadas,
naturalizadas, rápidamente usadas y descartadas. En suma, habituales. Ir más
allá implicaría, en muchos casos, un desafío francamente inaceptable si
queremos continuar nuestro día en paz. Con nosotros mismos, pero también – y,
sobre todo – con nuestros coetáneos.
Por el contrario, el objetivo aquí
propuesto será – en su arista más ambiciosa y, espero, viable -, indagar,
confrontar, cuestionar, polemizar con algunos de los conceptos que hacen a
nuestro decir diario – que, desde el rol profesional, no puede ser un mero
decir -; con los que nos encontramos en nuestro quehacer cotidiano, haciendo a
nuestro especialísimo campo de experiencia: el de la discapacidad en su
inevitable entrecruzamiento con la educación.
Infancia
y escuela moderna
He aquí un mal hábito: dar por hecha
la naturalidad de las cosas, suponer que porque cuando llegamos la encontramos
así, es así como la cosa siempre fue y será. Que la escuela siempre fue igual,
que los niños que a ella concurren siempre fueron los mismos, que los excluidos
y los incluidos, siempre lo fueron y por las mismas razones, y que, en el mejor
de los casos, recién hoy asistimos al cambio, a la revolución: de la educación,
de la ampliación de derechos, de la inclusión de los excluidos. Pero la
historia nos cuenta otra historia.
Lejos de ser natural, la idea de infancia como la conocemos hoy, es un invento
moderno que comienza a desarrollarse entre los Siglos XII y XIV. Hasta entonces,
la infancia como tal no existía. Por ejemplo, mientras que en la actualidad censuramos
enérgicamente – y con razón – a los niños malhablados
o, en un nivel más serio, aplaudimos nobles y efectivas investigaciones que
logran, por fin, desenmascarar la repudiable práctica del trabajo infantil, esto
no siempre fue así: existió una época, que podríamos ubicar entre los años 1100
y el 1300 d.C., en que nuestra idílica concepción de la infancia no existía. O,
al menos, no se diferenciaba sustancialmente de la adultez. Es en algún momento
del impreciso intervalo, que la figura occidental de la infancia moderna
comienza a tomar forma, señala Narodowski (1999), principalmente de la mano de
dos sentimientos concurrentes: por una parte, el llamado “mignotage”¸ los “mimos” ¸ que reconoce la especificidad del niño a
través de nuevas actitudes femeninas como la de las madres o las niñeras. La
figura del niño comienza a mutar, en tanto el sentimiento expresa la
dependencia personal del niño al adulto y la necesidad de protección por parte
de éste. Esto se complementa con una concepción del niño como un ser moralmente
heterónomo y con el surgimiento del moderno sentimiento de amor maternal. Entonces,
el niño pasa de ser un adulto pequeño (en tamaño y edad) a constituirse en un
ser débil, dependiente, necesitado de protección y amor, y en consecuencia
heterónomo, sometido a un poder externo: el poder del adulto. El segundo
sentimiento concurrente surge con el interés por esta nueva infancia, pero como
objeto de estudio y normalización, con los pedagogos como sujetos destacados en
el proceso, y la escuela, el dispositivo escolar, como “escenario observable”. En
suma, la infancia es un fenómeno histórico.
Pensar la infancia, nos enfrenta a la
inevitable necesidad de pensar lo escolar: porque, hoy lo sabemos, el niño
tiene que estar en la escuela. La escuela se perfila como el hábitat natural
del niño, como si allí hubiese nacido y sólo allí fuese a desarrollarse
adecuadamente. Otro mal hábito, en tanto un estudio pormenorizado nos indica
que la cuestión escolar es más bien tardía: es solo con el surgimiento de la
infancia como categoría de estudio y normalización que surge la idea de la
escuela moderna, con su correspondiente soporte subjetivo: el alumno. El alumno
se origina como una segregación del concepto de infancia, para reinsertarse en
un contexto nuevo, la escuela. Sin embargo, esta reinserción mantiene los
elementos capitales de la infancia moderna: heteronimia, dependencia, necesidad
de protección, etc. La escuela, por su parte, surge como el dispositivo que se
construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia, tanto desde el punto de
vista material, de los cuerpos contenidos dentro de un edificio, como desde el
punto de vista de las categorías que la pedagogía construye para ellos: la
cuestión consiste en ubicar los cuerpos en posición de alumno, a partir de una condición
presuntamente natural de ‘niños’ o ‘adolescentes’. La posición de alumno
implica, en mayor o menor grado, la posición de infante: quién se constituye en
alumno, independientemente de su edad, será situado en un “como si” de cierta
infancia heterónoma y obediente. Y esta infantilización
no opera únicamente sobre los niños: todo aquel que ocupe el lugar de
alumno deberá resignar autonomía en cuanto a su saber, situándose en forma
dependiente, obediente y heterónoma frente a un docente que decidirá qué, cómo
cuándo y para qué enseña. Y esta cuestión resulta sumamente importante para el
tema que, finalmente, nos compete (educación y discapacidad). Volveremos sobre
esto.
En nuestro país, fue Sarmiento quien influyó
más efectivamente en la configuración de un discurso moderno sobre la infancia,
considerando a los niños como fundamentales para la construcción de la sociedad
futura, moderna. En su trabajo, la infancia aparece conceptualizada como un
acontecimiento fundador de orden social nuevo. Carli (2005) analiza el discurso
sarmientino siguiendo los procesos educativos del Siglo XIX, que se ligan con
la biografía del pedagogo. Este estudio, en línea con lo expresado más arriba,
indica el pasaje de un “primera confrontación entre infancia bárbara e infancia
civilizada hacia una tematización estricta de la identidad del niño como
adulto”. Mientras que, en la autobiografía, los rasgos de su infancia ligan a
Sarmiento con la lectura y, desde allí, con una infancia volcada a la
civilización moderna, en la medida que lectura y escritura eran el acceso al
mundo moderno; la infancia de Facundo, (Quiroga, militar y político gaucho del
Partido Federal y protagonista de su célebre “Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas”), era
su perfecto reverso. Sarmiento hace énfasis en la oposición de lo natural
versus lo cultural y, en esa línea, de la infancia moderna (dependiente,
obediente, heterónoma) versus el niño pre-moderno: desafiante, autónomo, reacio
al lugar de alumno tal como lo caracterizamos anteriormente. Facundo formaba
entonces parte de unos sujetos a los que podríamos llamar “ineducables” y constituía para Sarmiento un peligro
social a futuro.
La cuestión de la educabilidad – esto es, la “delimitación
de las condiciones, alcances y límites que posee potencialmente la acción
educativa sobre los sujetos definidos en situaciones definidas” (Baquero, 2001)
- es un punto al que Sarmiento le presta mucha atención. Establece con total
precisión la posición del niño en el discurso escolar. Para él, el alumno de
escuela era menor al menos en dos
sentidos: menor de edad, pero también
menor de razón frente a la mayoría de
edad (y razón) del docente, y sobre esta identidad Sarmiento construye la
autoridad, el poder del maestro sobre el alumno. Destaca Carli que “el niño es
mentado por Sarmiento como ‘menor’ sin derechos propios y, como tal,
subordinado a la autoridad de los adultos, padres y maestros”. Facundo
representa, entonces, la perfecta antítesis de esta identidad.
La educabilidad alude a una dimensión
de inmadurez, incompletud, pero que, como señala Baquero, también goza de un aspecto
aparentemente positivo en tanto hace referencia a la posibilidad de cambio como
producto de la experiencia. Incompletud y cambio son aspectos complementarios: la
incompletud podría ser reparada, gracias a la plasticidad humana, por la acción
benefactora del acto educativo. Sin embargo, y quizás aquí esté el meollo de la
cuestión, esta primera dimensión se articula también con el problema de la
educabilidad como capacidad del
sujeto para ser educado y, en este sentido, el problema de la capacidad de ser
educado, y dado que el problema de la
educabilidad no parece ser equivalente a la capacidad de aprender – en
tanto aprender es un atributo compartido con otras especies -, la educabilidad pareciera estar
específicamente emparentada con los procesos de humanización. Pero, mientras
que, para Sarmiento, el problema de la educabilidad andaría estos caminos (el
salvaje que no puede ser educado, es
incapaz de serlo), para Comenio el problema, se traslada al método: Comenio
supone un atributo de partida esencial a lo humano que justifica el “ideal
pansófico” – “enseñar todo a todos”. Lo propio de la naturaleza humana sería la
dotación de sensibilidad y entendimiento. Comenio entiende que si existen ineducables
es por alguna limitación del método que, en todo caso, deberá ser revisado. Y
esto es muy interesante: el ideal pansófico encuentra un primer límite, un
primer desafío: existen rarezas humanas
que parecen ser efectivamente ineducables, “espíritus completamente ineptos
para la cultura”, dice. Pero Comenio es optimista: el fallo debe buscarse en el
método que, en tanto puede acomodarse al caso, no deja de ser universal. Pero,
insistiré en esta idea: para Comenio, el problema de la educabilidad se dibuja
sobre la relación del sujeto con el dispositivo escolar, llamando a sospechar
antes del método que de la naturaleza del sujeto. La indicación tiene una
importancia crucial en tanto es un llamado a diseñar prácticas educativas que
capturen a una amplia variedad de sujetos, tendiendo a ser universal.
En
cuanto a la diferencia
Hemos hablado de infancia, de
escuela, de educabilidad. Nombramos lo universal, sugerimos lo diferente. En
buena medida, se puede sospechar – infundadamente, por cierto - que sólo hemos
hablado de lo normal. Podríamos aventurarnos, aun, a decir que sólo nos hemos
referido a lo habitual. Pero hablar únicamente de lo normal, redundaría en que
muchos se queden afuera. Bauman (2013) lo señala de la siguiente manera: “Normalidad’
es un sustantivo ideológicamente procesado para designar a la mayoría”, y rápidamente
se pregunta “¿Y qué otra cosa puede significar ‘anormalidad’, si no es el hecho
de pertenecer a una minoría estadística?”. Es decir: los normales son los que
pertenecen a la mayoría, y los anormales, los otros. Pero, para el filósofo
polaco, hablar de normalidad y anormalidad
implica un deslizamiento que va desde un problema de “mayorías versus minorías”
estadísticas hacia un juicio valorativo del tipo “superior versus inferior”:
ser anormal es, entonces, ser inferior frente a la superioridad (cualidad) de
la mayoría (cantidad). Y esta lectura nos lleva, indefectiblemente, hacia una
triste realidad: cuando hablamos de discapacidad, hablamos de minorías y, en
muchos casos, asistimos a cómo son (des)tratadas, miradas, percibidas las
personas con discapacidad: como seres inferiores.
El planteo de Bauman, por tristes que
sea, no deja de gozar de funesta veracidad: el mundo está diseñado para
resultar(nos) acogedor a sus moradores “normales”: este mundo les pertenece a
las mayorías. Que los otros se las arreglen. Pero es un diseño curioso, en
tanto los conceptos que hemos propuesto en este artículo demuestran ser
perfectamente ajustables al análisis de la realidad de los presuntamente diferentes.
En este caso, las personas con discapacidad. La previsible conclusión, en forma
de lugar común, se configuraría de la siguiente manera: que todos somos
diferentes. Pero, veamos.
Nos referimos a la infancia moderna
en términos de dependencia, obediencia, necesidad de protección y heteronimia.
Al mismo tiempo vimos que, para Sarmiento, el niño moderno adquiere un nuevo
estatus jurídico, el de “menor”, de edad y de entendimiento. En estos elementos
se funda la autoridad del docente, que no solo es mayor de edad, sino que tiene
mayor razonabilidad, en tanto conoce lo que el niño ignora. Preguntándonos por
el lugar de la escuela moderna, dijimos que con su creación nace también su
soporte subjetivo, el alumno, y que dicho suporte subjetivo no es otro que el mismo
niño, situado en el contexto especializado como lo es la institucional escolar. También dijimos que situarse como
alumno implica posicionarse en un “como
si” fuésemos niños, independientemente de la edad: cuando somos alumnos
cedemos autonomía, crecemos en dependencia, nos sometemos al saber del Otro. En
suma, nos infantilizamos. Y, en efecto, ocurre también que la vida
institucional de las personas con discapacidad suele transcurrir en días teñidos
de infantilismo. Tedioso y exacerbado infantilismo. Festejamos el “día del niño”
con poblaciones de adultos; festejamos cumpleaños con payasos, magos y títeres que
cantan canciones del sapo Pepe, llamamos a los “chicos” a tomar la leche; los
acompañamos a hacer sus necesidades y allí nos quedamos, vigilando hasta que
terminan, coartando cualquier posibilidad de privacidad; censuramos cualquier
muestra de cariño entre potenciales partenaires. Y es que, otra vez con Bauman,
pareciera que, “quien es anormal en un aspecto, es anormal en todos los
aspectos”: aquel que no puede caminar, casi con seguridad no pueda hablar. Si
aquel no puede ver, suena absurdo que pueda pensar. Si ese otro no puede
escuchar, menos va a poder amar.
La vida institucional de las personas
con discapacidad es la vida del infante moderno sarmientino: menor de edad -
aunque no lo sea – y, sobre todo, menor de razón, aunque con un giro
inesperado: mientras que, en la concepción del pedagogo, el niño como menor conformaba el perfil preciso y,
sobre todo, deseable para acceder a la escuela, en el caso de las personas con
discapacidad, esa supuesta condición de minoría
de entendimiento, hará de infranqueable barrera a la educabilidad. Lo que, para las mayorías, los normales,
sería garantía de éxito, para el discapacitado, es garantía de fracaso. O
dicho con la cruda e irritada naturalidad de una vecina cercana a la
institución donde me desempeñé como docente, mientras intentaba cruzar por su
vereda junto a un grupo de alumnos con movilidad reducida: “a estos pibes no
les da”. Pero, la verdad, es que les daba. Les daba para mucho. Aunque a veces
los mismos docentes que vivíamos parcialmente su día a día también lo
olvidáramos. O lo pasáramos deliberadamente por alto.
Para Freire (2008), la educación debe
estar al servicio de la libertad. Y, como profesionales que trabajamos con
personas con discapacidad, debemos asumir la responsabilidad de fomentar esa
libertad, quizás con más énfasis que cualquier otro profesional. Invirtiendo la
célebre fórmula de Orwell, podría decirse que, en efecto: “todos somos
diferentes, pero algunos somos más diferentes que otros”. Y allí, en ese lugar
donde la corrección política nos llama a dar las respuestas habituales es donde
deberíamos parar y comenzar a hacernos algunas preguntas.